Hace algunos meses, recibí una llamada de un viejo amigo. Lo había conocido años atrás cuando requirió mis servicios como poligrafista. Aunque nuestras interacciones fueron pocas después de ese encuentro, él siempre me dejó una buena impresión. Su carácter alegre y su disposición amable eran memorables.
En esa llamada, me enteré de que había sido sometido a una cirugía cardíaca tras ser diagnosticado con insuficiencia aórtica. A pesar de que su voz no reflejaba gravedad, la naturaleza de su operación, sumada a su edad, me hizo pensar en todo lo que debía haber atravesado. Con más de setenta años, el reto de recuperarse de una operación de pecho abierto no era pequeño, y además debía lidiar con la pérdida parcial de movilidad en su brazo derecho, afectado por tantas inyecciones.
No soy una persona particularmente espiritual, pero en esa ocasión, algo dentro de mí me llevó a incluirlo en mis oraciones. Le pedí a Dios que lo ayudara en su recuperación, no sólo física, sino también emocional, porque sabía que las cargas de la vida suelen pesar más en momentos de vulnerabilidad. Me conmovía su situación, y no podía evitar pensar en cómo la crisis económica también debía estar afectando su vida.
Durante un par de semanas, oré por él cada noche antes de dormir, pidiendo por su bienestar. Pero luego, como a menudo pasa, la rutina y los problemas propios ocuparon mi mente, y dejé de lado aquellas oraciones. La vida continuó, y con ella, mis responsabilidades diarias.
Sin embargo, dos días atrás, recibí una llamada inesperada de este amigo. Me contó que había sido contactado para realizar una cotización de pruebas de polígrafo. Esta noticia me alegró, pero mi experiencia me decía que muchas veces las cosas pueden cambiar en cualquier momento: tarifas que se negocian, fechas que no se concretan... Aun así, agradecí que las cosas estuvieran avanzando.
Unas horas después, me volvió a llamar con una noticia que me dejó perplejo: no solo habían aceptado nuestra cotización sin negociar, sino que además nos contrataron para realizar seis evaluaciones, todas al precio que habíamos propuesto. ¡Ni un descuento, ni una rebaja! Sentí una mezcla de asombro y gratitud. A veces uno se acostumbra tanto a las dificultades que cuando las cosas salen bien, cuesta procesarlo.
Lo que vino después me hizo pensar aún más. Mi amigo me contó cómo lo contactaron: en uno de sus viajes al hospital, se encontró conversando con un taxista, quien resultó ser jefe de seguridad de una empresa. Ese hombre había estado haciendo taxi para cubrir sus gastos de combustible y, tras una charla amigable, intercambiaron tarjetas de presentación. Ese simple acto llevó a mi amigo a una oportunidad que ninguno de los dos habría previsto.
Reflexioné profundamente sobre este suceso. Siempre le pido a Dios: "Padre, haz camino donde no lo hay, abre puertas, obra en los corazones de las personas adecuadas para que podamos recibir tus bendiciones". Esta vez, esa oración parecía haberse materializado de una forma casi mágica, a través de una cadena de eventos tan sencillos como inesperados.
Sin embargo, aún quedaba un obstáculo. La fecha para las evaluaciones se cruzaba con una cita previamente acordada con otro cliente difícil. El tráfico en la ciudad haría imposible cumplir con ambos compromisos. Me resigné a que tendría que dividir las evaluaciones en dos días, lo cual complicaría todo.
Pero, como si la historia no fuera lo suficientemente sorprendente, recibí un mensaje a última hora de la noche. El cliente difícil, el que había sido fuente de preocupación, me informó que necesitaba reprogramar su cita por un imprevisto. De repente, todo encajaba de forma perfecta.
Este conjunto de eventos me dejó asombrado. Todo se había resuelto sin esfuerzo de mi parte, como si una mano invisible hubiera allanado el camino. Y fue en ese momento cuando me di cuenta: Dios había estado obrando todo el tiempo. A menudo, nos enfrascamos tanto en nuestras preocupaciones que olvidamos que las soluciones pueden venir de los lugares más inesperados, y que a veces, sólo necesitamos confiar.
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